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SIMPLICIDAD Y UTILIDAD

Un viaje a través de la memoria de las palabras nos trae luz sobre su significado original permitiéndonos ver esa imagen primera de la forma revelada. Mientras lo hacemos, también vamos comprendiendo cómo los conceptos fueron trasmutando progresivamente su representación de la realidad denotada por otra cultural, consensuada y arbitraria. Pero lo cierto es que el sentido primitivo de la palabra aún sigue estando ahí, y siempre lo estará bajo las capas de sus variaciones a lo largo del tiempo.


La etimología nos deja ver esa raíz desde donde toda forma comenzó a ser comprensible a nuestros ojos, esas imágenes vibrantes de un logos recién nacido. De ahí que la suya es necesariamente una historia de olvido, porque en el camino las palabras fueron perdiendo su significado inicial mientras que la abstracción las iba envolviendo progresivamente en un denso velo. Borges decía de la etimología que igual que era interesante, era inútil[1]. Sin embargo ¿a qué llamábamos y a qué llamamos “útil”? Hoy parece que para que algo lo sea no solo debe poder ser usado, sino aprovechado al máximo, ser eficiente, mostrarnos su máxima capacidad de beneficio. Sumidos en una cultura de escasez, y como resorte compensativo de acumulación, miramos a nuestro alrededor como si todo lo que nos rodea estuviera al servicio exclusivo del ser humano. Y entonces ¿qué sentido puede tener la etimología en un mundo como este, movido por el éxito individual y la soberbia antropocéntrica?


No está de más recordar que etimológicamente el sustantivo “utilidad” nos remite al vocablo latín utensilia, es decir, a algo simplemente necesario, no especialmente cómodo o de interés. La imagen primera que descansa sobre la palabra es la de un artefacto manual, la de una mano ayudándose de algo concebido como una prolongación suya. Una ayuda, que entonces quedaba “a mano”, y que ha ido evolucionando en el tiempo hacia planos mediatos más y más abstractos, adquiriendo un mayor poder hasta trascender las mismas ideas de materialidad y humanidad, propias de nuestra tecnología actual.


Sin embargo el Tao Te Ching, el mismo tratado de sabiduría atemporal que en su capítulo 50 señala “quien alcanza la mayor virtud es como un recién nacido”, nos recuerda en su verso 11 que la utilidad depende, en última instancia, precisamente del no-ser, del vacío:



Treinta radios convergen en el centro de una rueda,

pero es su vacío lo que hace útil al carro.

Se moldea la arcilla para hacer la vasija,

pero de su vacío depende el uso de la vasija.

Se abren puertas y ventanas en los muros de una casa,

y es el vacío lo que permite habitarla.

En el ser centramos nuestro interés,

pero del no-ser depende la utilidad.


El Tao nos invita a ser escépticos con lo aparente, y por extensión, a reencontrar la verdadera relación entre las formas del lenguaje y las del mundo, es decir entre el deseo y la realidad. Hacerlo nos exige renunciar a los clichés que uno tras otro han ido a lo largo del tiempo amortajando nuestras primeras formas de pensamiento, imágenes vivas de un Logos recién-nacido que vivía en las cuevas formando parte del misterio y de la sacralidad de la vida, porque aún guardaban el recuerdo del creador. Me refiero a esa magia o numinosidad por la que las palabras poseían la cosa nominada, evocaban la luz del cielo en los oscuros rincones del interior de la tierra.


Ahora más que nunca, en medio de la complejidad tecnológica de nuestros entornos, tiene sentido recuperar (recordar) el significado etimológico del término “útil”, es decir, comprender que lo útil es simple y llanamente algo necesario para proyectarnos en el mundo inmediato, en el presente, aquí y ahora. Al rescatarlo impregnamos al estudio etimológico, y a cualquier término escudriñado bajo su lente, de una vitalidad renovada, del mismo modo que le ocurre a las ramas viejas de un árbol que vuelven a podarse tras años de abandono. Cada brote es una réplica reverdecida y fortalecida de la imagen original, a la que contiene. Y podemos hacerlo porque ningún proceso cultural puede borrar el sentido original de una palabra, pues como raíz suya que es, su verdad siempre descansa en el fondo de todas sus historias. Nuestro cuidado está en traer parte de esa esencia de vuelta, para que la luz despierte de nuevo a la savia detenida y pueda responder aquí y ahora a la llamada de la vida. Entonces, el árbol, como también la palabra, se mostrarán al hombre como eran, imagen del espíritu que vive al interior de la materia, y las palabras volverán a tener el poder creativo que les fue arrebatado.


Aligerar las palabras de las paradojas y el babel que el tiempo ha acumulado sobre ellas es una buena vía para la correcta significación de todo lo que hay sobre la tierra. La etimología no solo no es inútil sino un camino iniciático, un sendero de sabiduría hacia el interior de las vestimentas de las formas para redimirlas, con el fin de llegar a conocer la realidad. Nos ayuda a recuperar el nombre auténtico de las cosas, y desde allí ir a la verdad o desvelarla (a-lètheia), tocar la esencia de la vida. El conocimiento verdadero es producto o resultado de un proceso de desvelamiento, de aligeramiento por el que llegamos a ser conscientes de lo que somos tras habernos vaciado, simplificado. De ahí que la verdadera utilidad del ser humano esté en ser simple, tanto, hasta llegar a ser de nuevo un niño. El Tao te Ching, en su verso 52 nos lo recuerda,


Todo cuanto existe tuvo un origen,

la madre del mundo.

Quien conoce a la madre

conoce a los hijos.

Quien conoce a los hijos

preserva a la madre

y su vida no correrá peligro.

Tapa los orificios,

cierra las puertas,

y vivirás sin fatiga.

Abre los orificios,

aumenta los trabajos,

y estarás indefenso toda la vida.

Ver lo pequeño es clarividencia.

Conservarse débil es fortaleza.

Usar la luz para volver a la claridad,

y proteger el cuerpo de todo daño,

es vestirse de eternidad.


La aventura más fascinante del ser humano es la del hijo hacia los brazos de la madre, cuyo útero contiene todas las formas de la vida. El viaje etimológico a través del adjetivo “simple” nos ilustra sobre esto: “simple” se compone de las raíces indoeuropeas del prefino sem[2] (sim/sem/seim) que significa “uno”, “junto” (comparte raíz por ejemplo con la palabra “similar”). Esta raíz vincula con la idea de unidad, de ahí que marca la unidad frente a la dualidad de un par. Por otro lado en latín plex es “pliegue”[3], y el vocablo “simplex” se opone a “dúplex”. Del mismo modo, si analizamos el sustantivo “simplicidad” apreciamos que a la raíz indoeuropea sim ya comentada, se le une la palabra latina implicĭtus (que significa "implicado"), y que está compuesta por el prefijo in- (hacia dentro) y el verbo transitivo plicare (“doblar”, “plegar”), es decir, plegarse hacia dentro. El diccionario de la Real Academia Española define el adjetivo implicado como: “incluido en otra cosa sin que esta lo exprese”. Es decir, se refiere a todo aquello que se entiende que está incluido o dentro de algo pero sin ser expresado de forma directa o explícita. Esto significa precisamente que podría expresarse si se de­sarrollara eso que contiene.


De modo que cuando hablamos de simplicidad su estudio etimológico nos devuelve los siguientes significados conjugados entre sí: “uno” (en el sentido de simple, es decir, unidad como opuesta a dualidad), “hacia dentro” “plegado”. Este “preservar a la madre, tapando los orificios y cerrando las puertas”, es una analogía del proceso de introspección que un silencio reflexivo y/o meditativo ayuda a promover en el ser humano. Dentro de cada uno de nosotros hay un templo donde contactar con el uno, con la esencia de unidad de todas las formas del mundo; con la realidad. Está aquí mismo. No hay que salir fuera para encontrarlo y de hecho, como no está ahí afuera, no hay gran cosa que hacer sino la de aquietarse, recogerse, plegarse sobre sí mismo. Buscar fuera lo que está dentro no solo es utópico, sino equivocado, y al final no conduce a ninguna parte.


Somos suficientes por/para nosotros mismos, nuestra simplicidad no es ninguna patochada, es maravillosa y extraordinaria, es pura utilidad, una de las tecnologías más refinadas que tenemos a mano porque nos permite Ser, en mayúsculas, expresar eso que somos, es decir, desarrollar lo que cada uno de nosotros guardamos adentro, brillar con nuestra luz que es la del creador adentro. Al expresar lo que somos no hay escasez alguna que pueda asustarnos porque estamos completos y, por lo tanto, somos suficientes por nosotros mismos para responder al mundo y recibir de este lo que se necesite.


[1] Borges J.L. 1989 Sobre los Clásicos, en Obras Completas II. Ed. Emecé, Barcelona [2] Roberts A. y Pastor B. 1996 Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, pg. 154. La palabra simple no proviene del prefijo latín “sine” (sin), como podría pensarse en la etimología popular (sin pliegues). [3] En Latín los numerales distributivos son simples (simple), dúplex (doble), triplex (triple), etc.

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